Fernando Irala
En una maratónica sesión, que en el mejor de los casos se prolongará hasta la madrugada de domingo a lunes, el Pleno de la Cámara de Diputados definirá si la reforma eléctrica se muere antes de nacer, o si continúa un complicado proceso para intentar hacerse realidad.
Resulta extraña la súbita premura por votar una reforma que se estancó el año pasado, y que en teoría se había diferido hasta después de las elecciones estatales de junio.
Sobre todo cuando de entrada, parece casi imposible que se logre la mayoría de dos tercios de los votos requeridos, por tratarse de una reforma constitucional.
Pero aun si se lograra esta mayoría inverosímil, sólo se habría dado el primer paso. Quedaría pendiente por lo pronto que el proyecto fuese también aprobado en la Cámara Alta, donde se necesitaría la misma proporción de votos.
Después, las consecuencias de su aplicación serán también relevantes. Desde luego, se produciría una retirada de inversiones ligadas a las nuevas formas de producción de electricidad, fenómeno que ya hoy está ocurriendo. Crecerán las demandas de los afectados por la cancelación de contratos, y éstas podrían escalar a los tribunales internacionales, en particular los protegidos en el actual tratado comercial de América del Norte.
Asimismo ocurrirán acciones y reacciones de los gobiernos de Estados Unidos y de otros países para defender a sus inversionistas y los compromisos establecidos en tratados internacionales, cuya magnitud y alcances están por verse.
En un futuro cercano, la industria establecida en territorio nacional, alimentada de electricidad por el monopolio estatal que no cumplirá con los parámetros mundiales vigentes de energía limpia, sufrirá por esta razón sanciones y vetos en sus exportaciones, y se volverá menos competitiva.
En la electricidad, como en el petróleo y en otros ámbitos de la vida nacional, se quiere imponer el retorno a viejas fórmulas que alimentan el nacionalismo, pero que a los largo de décadas han mostrado en el mundo entero su inoperancia.
Las fuerzas políticas de oposición tienen también una tarea titánica: orquestar el regreso al futuro.