Fernando Irala
Un cuarto de siglo después de haber sido acordado por Estados Unidos, Canadá y México, y a más de veintitrés años de entrar en vigor, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte está a revisión de sus integrantes.
Lejos están los tiempos en que el entonces Presidente mexicano, Carlos Salinas de Gortari, era acusado por algunos grupos radicales de traición a la patria, por atreverse a pactar un tratado que encadenaba a nuestro país con los vecinos norteños en su desarrollo comercial, industrial y de servicios.
En los recientes lustros, fueron México y Canadá las naciones que plantearon la necesidad de ajustar algunos temas que con la operación real y el paso del tiempo habían quedado obsoletos.
Esto no había sido posible, pero el vendaval producido por la llegada de Donald Trump, y su obsesión de que el TLC había perjudicado en vez de beneficiar a los estadounidenses, obligaron a la revisión que ahora se ha puesto en marcha.
Si nos atenemos a los discursos de instalación de las negociaciones, no se llegará a ningún lado. Mientras las partes mexicana y canadiense mostraron un ánimo positivo y conciliador, el representante norteamericano repitió la visión de su Presidente –no podría ser de otra forma— de que el TLCAN es responsable del abultado déficit comercial de Estados Unidos con sus vecinos, y que esa nación ha perdido oportunidades de inversión y de generación de empleos, que se han ido sobre todo al sur de su frontera.
Habrá que estar atentos al desarrollo de las conversaciones, pero de entrada es posible advertir que el nuevo TLCAN, si llega a concretarse, será muy limitado frente a los acuerdos que operan en otras partes del mundo, señaladamente frente a la Unión Europea, que ya funciona como una superpotencia continental aglomerada. Atrás quedó, también, el frustrado intento del Acuerdo Transpacífico, la estrategia de Obama para frenar al gigante chino convertido ahora en la primera potencia mundial, fenómeno que ni Trump ni los estadounidenses parecen asimilar.
En ese entorno, las discusiones del TLCAN se ven fuera de época, acotadas por las necedades que actualmente desgobiernan en la Casa Blanca, y sin un futuro claro.
La buena noticia es que la economía mexicana en realidad no depende de este acuerdo comercial, pues incluso si se cancelara, el pronóstico de crecimiento y de movimiento de exportaciones no tendría repercusiones graves. Y los daños colaterales de su supresión afectarían no sólo a México, sino a las tres naciones cuyas plantas productivas trabajan cada vez más integradas.
Eso no lo entiende el señor Trump. Pero es que él no entiende muchas cosas.