Fernando Irala
En un acto del más puro ilusionismo, el gobierno redujo de más de 110 mil a doce mil la cifra de personas desaparecidas en México.
No fue súbita la desaparición de los desaparecidos; por el contrario, se trató de una acción deliberada y anunciada.
La decisión se tomó cuando a mediados de año se hizo evidente que este fenómeno se ha venido agravando cada vez más, y que este sexenio es en el que más personas han desaparecido, alrededor de 45 mil.
Los datos causaron una gran molestia en Palacio Nacional, que se hizo pública y tuvo consecuencias. La titular de la Comisión Nacional de Búsqueda fue obligada a renunciar en agosto, y acusada de inflar la estadística fatal.
A partir de entonces se anunció que se tomaría un nuevo censo, cuyos resultados son los que la semana pasada se dieron a conocer. El objetivo fue transparente: reducir la cifra, restarle gravedad al asunto.
Se borra así de un plumazo el trabajo que por décadas se construyó a partir de los informes y el seguimiento de las autoridades federales y estatales, y se minimiza la tragedia que afecta a familias y comunidades en todo el país.
La causa del incremento de las desapariciones es simple: los delincuentes han aprendido que los cadáveres de sus víctimas son evidencia y dan pistas para eventualmente castigar sus delitos. Al deshacerse de los cuerpos dificultan y con frecuencia tornan imposible la acción de la justicia.
Los desaparecidos se vuelven un asunto tan etéreo que es posible, como ahora se ha hecho, hacer como que nunca existieron.
Al consumar tan increíble maroma, el gobierno elude su responsabilidad de averiguar qué ocurrió en cada uno de los casos y actuar ante los delitos inherentes.
En el afán de simular que todos somos felices porque vivimos en el mejor de los sistemas, sin delincuencia, violencia ni criminalidad, el Estado se vuelve cómplice de quienes debiera combatir y no seguir abrazándolos.
A ver quién se los cree.