Fernando Irala
Esfuerzo inútil resultó el diseño, explicación y puesta en operación del llamado “semáforo epidemiológico”, para guiar los pasos de autoridades y habitantes del país en lo que se suponía sería el proceso de salida del covid-19.
Luego de pasar de la inicial tonalidad roja al naranja, por lo menos la ciudad de México se estancó en un largo intermedio de lo que se suponía sería su pase al amarillo y más tarde al color verde.
No sólo no ocurrió ese tránsito, por lo menos en lo que resta del año.
Hacia finales de noviembre y principios de diciembre, la epidemia se descontroló, a grado tal que el sistema de hospitalización público y privado simplemente se saturó.
Desde el inicio de la pandemia en México, unas han sido las cifras y descripciones del gobierno, y otra, muy otra, la realidad que la gente vive día con día, particularmente quienes se contagian o tienen familiares cercanos contagiados.
En cuanto a los hospitales, el gobierno se ufana de no haber sido nunca rebasado por la demanda de servicios, pero en los medios de comunicación y en el boca a boca se transmite el panorama de contraste: un tortuoso peregrinaje por instalaciones médicas saturadas, que no tienen capacidad simplemente para recibir a diagnóstico a los enfermos, ya no digamos para internarlos y darles tratamiento.
Es de tal tamaño la tragedia que la jefa de Gobierno simplemente dejó de lidiar con la cromática del semaforito para reiterar la voz de alarma, y el mensaje urgente a la población de resguardarse, abstenerse de reuniones, tomar todas las precauciones sanitarias y buscar auxilio médico en caso de presentar síntomas.
Esta decisión llevó al responsable oficial de atender la pandemia a abandonar también el semáforo que era su creación, al que ahora calificó de irrelevante.
Así estamos en el décimo mes de covid en el país, a punto de cerrar un año fatídico con la acumulación de más de ciento veinte mil muertos, y sin que nadie sepa, ni los ciudadanos ni el gobierno, cómo le vamos a hacer para salir de esta pesadilla.