Fernando Irala
Este lunes es la fecha señalada para que, “llueva, truene o relampaguee”, se reinicien las clases en el sistema escolar mexicano.
El escenario sanitario no parece el más propicio. Cuando se diseñó el retorno a la nueva normalidad, hace más de un año, se previó que el retorno a las aulas ocurriría cuando el semáforo epidemiológico estuviese en verde.
Ahora estamos muy lejos de ese punto, ya hasta alguna disputa hubo entre la autoridad capitalina y la federal que ubicó a la capital en rojo. El hecho es que la mayor parte del territorio nacional se encuentra más bien en alerta ante el apogeo de la actual ola de contagios y muertes.
Por lo pronto, las entidades en que los maestros se agrupan en la llamada Coordinadora ya han manifestado su oposición al regreso a los planteles, y en el resto del país prevalece el desconcierto.
Es cierto que el confinamiento ha generado un evidente rezago en el aprendizaje de niños y jóvenes, y también en la socialización y el desarrollo sicológico de los alumnos.
Pero los daños a la salud producidos por la pandemia merecen ser tomados con toda seriedad, y no dejarlos a la buena suerte o a la premisa de que cuidados y precauciones serán suficientes para superar el mal.
Es muy probable que el apresurado e indiscriminado reinicio de actividades escolares traiga consigo nuevos rebrotes en una epidemia que en nuestro país no ha podido abatirse desde que empezó.
Ya ahora mismo el sistema de salud se encuentra nuevamente presionado por altas tasas de ocupación hospitalaria, y en algunos lugares se escuchan las angustias por la escasez del oxígeno medicinal que requieren muchos enfermos.
El asunto es demasiado delicado, y tiene demasiadas aristas, como para abordarse con frases necias y disposiciones ciegas. Ojalá no lo lamentemos más tarde.