Fernando Irala
Este martes se cumplen seis años de que un terrible sismo causara graves daños en la ciudad de México y en otras entidades del sur del país.
Por trágica coincidencia, el terremoto de 2017 ocurrió en la misma fecha en que en 1985 había tenido lugar otro movimiento telúrico igualmente destructivo.
Aunque la inmensa mayoría de la infraestructura urbana resistió sin daños o con afectaciones menores, en algunas colonias de la ciudad de México muchos edificios y casas resultaron inhabitables. Miles de familias perdieron sus viviendas.
Han pasado seis años, y aunque se han tenido algunos avances, la mayoría de los damnificados aún no pueden recuperar su hogar.
Se emitió una ley que los protege y se creó una comisión en la estructura del gobierno capitalino para aplicarla, pero ahora ese organismo está en vías de extinción sin haber cumplido su cometido, y las familias afectadas están como al principio, sin casa, sin saber qué pasará, peor ahora que al sexenio sólo le queda un año de vida, la jefa de gobierno se ha ido a buscar sus sueños, o tal vez los de otros, y toda la clase política local y nacional está haciendo lo propio.
¿A quién le importan los damnificados?
El asunto debería ser de primera importancia en una ciudad y en una región de actividad sísmica permanente, donde hacia el futuro los expertos predicen sismos aún más fuertes, de mayor potencial destructivo.
Después de 1985 se expidió una normatividad mucho más rigurosa para las construcciones y se ha generado una cultura de prevención y reacción ante lo inevitable.
Todo eso está bien, pero la autoridad debería tener como una de sus prioridades cumplir con la ley de reconstrucción, porque no se trata de recuperar inmuebles o la fisonomía de nuestras calles. Se trata de algo mucho más profundo y valioso: devolverle a quienes se quedaron sin un hogar la posibilidad de reanudar su vida familiar normal.
Mientras ello no ocurra, las ceremonias de conmemoración y de izamiento de banderas resultan un tanto huecas.
La deuda social sigue pendiente.