Adrián García Aguirre / Cancún, Quintana Roo
* Creación de Luis Echeverría y Antonio Enríquez Savignac.
* Ejemplo de los dos Méxicos: ahí conviven pobres y ricos.
* Monsanto y los menonitas han colaborado con lo suyo.
* Revitalizar la industria turística en horas sumamente bajas.
* Miguel Torruco, consuegro de Carlos Slim, desborda optimismo.
Sobre la carretera 186, dos mujeres con la cabeza cubierta y faldas largas aguardan sobre una carreta de caballos a la sombra de un flamboyán, en espera de unos niños que regresan de la tienda, en cuya entrada hay varios hombres de camisas de cuadros y tirantes.
Antes que el tren, el progreso llegó a Bacalar hace años en forma de semilla de Monsanto, uno de cuyos ejecutivos en México fue Alfonso Romo Garza, ex jefe de la Oficina de la Presidencia de la República, desaparecida un día después de la destitución del empresario.
Los menonitas, grupo religioso de origen alemán llegó del norte del país y apareció en 2005, comprando poco a poco miles de hectáreas para el cultivo de soya cerca de la laguna, con formas de gestión ultra productiva como lo hacen estas 300 familias que llegaron desde Chihuahua, Zacatecas y Durango.
Con la ayuda de Monsanto y del gobierno estatal, ha inundado de semillas transgénicas el mercado y ha roto las formas de cultivo tradicional de Yucatán, sin imaginarse que serán unos de los colectivos más beneficiados por el tren impulsado por López Obrador.
La vida de los menonitas seguirá viajando a la antigua, en carro de caballos; pero su dinero lo hará en un tren de alta velocidad, y es que durante años, los mismos ambientalistas que hoy se oponen al tren denunciaron la llegada de la palma africana o de las agresivas técnicas menonitas.
El Tren Maya pretende revitalizar una industria turística en horas sumamente bajas que ha dado de comer al país durante décadas, porque en los últimos años la zona ha recibido dos golpes que han dejado herido a un sector tan sensible a los virus como a las algas marinas.
El primer impacto fue el sargazo, la alfombra fétida de algas que con frecuencia invade el Caribe y provoca un insoportable olor a huevo podrido en sus orillas, y también el sector mira asustado cómo llegan cada día a Quintana Roo inmensas manchas de algas del Amazonas, que siempre terminan en sus playas e imposibilitan el acceso al agua, destrozan los corales y hacen huir a la clientela.
El boca a boca y el poder de las redes sociales han hecho su efecto y en los últimos tiempos al Caribe mexicano llegan cada año entre un 2 % y un 4 % menos de turistas, según cifras del sector, aunque Miguel Torruco Marqués –consuegro de Carlos Slim, uno de los inversionistas de la mega obra, secretario de Turismo federal- desborde optimismo y diga lo contrario.
Cuando a principios de junio López Obrador llegó a Cancún para dar el banderazo a las obras, dijo que el sargazo era cosa del pasado, mientras siete trabajadores limpiaban con rastrillos las algas formando montañas más altas que su cabeza en los pocos metros que quedan de playa pública en Tulum.
Acostumbrada a los millones de turistas, el coronavirus ha dado el golpe más reciente y pone en cuarentena el modelo All inclusive dada su dependencia de aerolíneas, cruceros y operadores turísticos, y que se apoya en la bonanza de la clase media en Estados Unidos y Europa.
En el imaginario colectivo, Cancún —la parada número 11 del tren— es la fábrica que ha alimentado al sureste las cinco últimas décadas; pero para el mundo, sin embargo, es una marca registrada que en 2019 atrajo a casi siete millones de turistas que también pasaron por Riviera Maya, Cozumel, Isla Mujeres o Mahahual.
Otros siete millones de turistas llegaron en cruceros y dejaron sus dólares en restaurantes, tiendas de artesanías, negocios de masajes en la playa o en propinas a camareros que llevan la bebida hasta la playa.
Hace menos de medio siglo, Cancún era solo una pequeña y alargada isla de pescadores, unida a tierra por dos puntos, donde puso los ojos un grupo de empresarios invitados por Antonio Enríquez Savignac, secretario de Turismo en el gobierno de Luis Echeverría.
Poco tiempo después comenzaron a levantarse los primeros hoteles y un gran almacén comercial propiedad de la familia Millet que vende artículos de importación a los pocos visitantes nacionales y extranjeros a partir de 1970.
Fue entonces cuando Cancún se convirtió en el gran legado turístico de ese presidente que ya iba de salida, cuando los mandatarios acostumbraban despedirse del cargo con proyectos hechos realidad con proyectos monumentales, como también ocurrió en el Acapulco de Miguel Alemán, Puerto Vallarta, Huatulco o Los Cabos en gobiernos posteriores.
Con casi 900.000 habitantes, Cancún es, con Cuba, el principal destino del Caribe, y de sus playas sale el 25 % del dinero que entra en el país por turismo, segunda fuente de ingresos de México después de las remesas, según la Secretaría de Economía, cuya titular, Graciela Márquez Colín, fue sustituida por Tatiana Clouthier, hija de Manuel Clouthier, extinto candidato del Partido Acción Nacional (PAN) en 1988.
Aquella aldea de pescadores en el que los primeros aviones de turistas aterrizaban en potreros gracias a la torre de control levantada con palmas y palos, movía —hasta que llegó la pandemia— 18 aviones cada hora y producía el 2,5% del PIB nacional; pero después de cinco décadas, Cancún, también creado por el Fondo Nacional de Turismo (Fonatur), es al mismo tiempo una mina de oro y una picadora de carne humana.
En años pasados, el crimen organizado ejecutaba cada mes a diez personas y se suicidaban otras cinco, y a la fecha el balneario es una de las ciudades con mayor número de suicidios del país y los psicólogos lo atribuyen a la llegada de miles de hombres solos de Chiapas o Tabasco que trabajan atendiendo bufés kilométricos y vuelven a dormir cada noche a una habitación de techo de lámina.
La ciudad ha crecido de forma desigual: a un lado hay 40.000 cuartos en exclusivos hoteles y, al otro, casi un millón de personas llegadas de fuera que prestan servicios a la zona; pero según el plan oficial de López Obrador y de Jiménez Pons, serán los turistas quienes costearán el precio del pasaje local y parte del transporte de mercancías.