Por Rafael Serrano
Benito Pablo Juárez García nació en la “noche honda”; un poblado de la Sierra Norte de Oaxaca que en zapoteco dícese Guelatao que también le llaman “Laguna encantada” o “grande”. Hace dos siglos y 17 años, el 21 de marzo de 1806. Sus padres eran “indígenas de la raza primitiva del país” de la “nación zapoteca”. Juárez escribe en sus “Apuntes para mis hijos”:
“En 21 de marzo de 1806 nací en el pueblo de San Pablo Guelatao de la Jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el Estado de Oaxaca. Tuve la desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación zapoteca.”
Campesinos que murieron pronto, dejando en la orfandad a él y a sus hermanos, tenía 3 años. Vivió con sus abuelos que murieron también al poco tiempo. Fue peón de campo como todos los niños pobres de ayer y de hoy. Su tío Bernardino lo acogió y le enseñó un precario español, sabía que esa habla era una llave para sobrevivir. En Guelatao sólo se hablaba zapoteco, una lengua cuya estructura tiene un orden diferente al español: el significado y la intencionalidad de lo que se dice radica en el tono de la fonación y donde el verbo encabeza la oración. Escribió:
“Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué, hasta donde mí tierna edad me lo permitía, a las labores del campo. En algunos ratos desocupados mí tío me enseñaba a leer, me manifestaba lo útil y conveniente que era saber el idioma castellano y como entonces era sumamente difícil para la gente pobre y muy especialmente para la clase indígena, adoptar otra carrera científica que no fuese la eclesiástica, me indicaba sus deseos de que yo estudiase para ordenarme.”
Quedarse en Guelatao era condenarse y atarse a la noria de la pobreza. Vivían 20 familias, una comunidad “corta”. La única salida era la ciudad, Oaxaca:
“…en un pueblo corto, como el mío, que apenas contaba con veinte familias y en una época en que tan poco o nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela; ni siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de Oaxaca con este objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares a condición de que les enseñasen a leer y a escribir.”
El 17 de diciembre de 1818 bajó de la sierra que hoy lleva su nombre; caminó toda una noche hacia la ciudad de Oaxaca. Dejó atrás sus cariños, el campo y las ovejas que pastoreaba. Tomó una decisión entre el deseo y el sentimiento, tenía 12 años:
“…yo también sentía repugnancia de separarme de su lado, dejar la casa que había amparado mi niñez y mi orfandad, y abandonar a mis tiernos compañeros de infancia con quienes siempre se contraen relaciones y simpatías profundas que la ausencia lastima marchitando el corazón. Era cruel la lucha que existía entre estos sentimientos y mi deseo de ir a otra sociedad, nueva y desconocida para mí, para procurarme mi educación.”
En Noticias del Imperio Fernando del Paso relata de esta manera la fuga de un niño adolescente que se hizo hombre desde el infortunio: lleno de exilios, derrotas y pérdidas logró construir una Nación contra todo y todos:
“Un día, Benito Pablo abandonó a los parientes que lo habían recogido, a sus ovejas y a su pueblo natal de Guelatao —palabra que en su lengua quiere decir «noche honda»—y se largó a pie a la ciudad de Oaxaca situada a catorce leguas de distancia, para trabajar de sirviente en una de las casas grandes, como ya lo hacía su hermana mayor, y más que nada para aprender. Y en esa ciudad, capital del estado del mismo nombre, y ultramontana no sólo por estar más allá de las montañas, sino por su mojigatería y sumisión a Roma, Juárez aprendió castellano, aritmética y álgebra, latín, teología y jurisprudencia. Con el tiempo, y no sólo en Oaxaca sino en otras ciudades y otros exilios, ya fuera por alcanzar un propósito en el que se había empecinado o por cumplir un destino que le cayó del cielo, también aprendió a ser diputado, gobernador de su Estado, ministro de Justicia y de Gobernación, y presidente de la República.”
Benito Pablo se había convertido en migrante. Marcharse de su tierra en busca de un porvenir diferente y supuestamente mejor. Romper con el sino del arraigo que empobrecía y cerraba las puertas de la libertad. Para ello había que caminar y hablar la lengua dominante y eso implicaba marchitar su corazón. Elías Canetti decía que abandonar un lugar era abandonar una existencia. Como bien se sabe, existir es hablar con el corazón que abreva en la lengua materna; pero se sigue pensando y amando en zapoteco: ¿el Presidente Juárez hablaba consigo mismo en zapoteco?; ¿volvió a hablar con los suyos, los de Guelatao, en su lengua tonal?
Lo tenía claro Benito Pablo: aprender la lengua vehicular y tener luces, ilustrarse, requería despojarse de su amarga existencia y forjar una armadura psicológica que le permitiera habitar una sociedad “moderna”, dominante y vertical todavía anclada en el despotismo de la Colonia. De ahí su preocupación obsesiva por hablar y escribir bien la lengua de Castilla, aprender y convertirse en un buen hombre. Nos preguntamos: ¿eso es el mestizaje o la tan mentada interculturalidad? Una respuesta resiliente ante la represión y sometimiento de una cultura primitiva, originaria, como hasta ahora sigue sucediendo en nuestras sociedades que proclaman la diversidad y la pluralidad desde retóricas pseudo-libertarias.
La religión instituida, la católica, no le ofrecían más que sometimiento y una libertad expropiada por los amanuenses: de Dios y de lo sagrado. Como pudo, se libró del seminario y de la ordenación sacerdotal. La movilidad social tenía un menú escaso, frugal. En esa época no tenía mucho de donde escoger: sacerdote, militar o abogado. Benito Pablo escogió el camino de las leyes; de ahí tal vez, su obsesión por el respeto al derecho ajeno. No le quedaba más que ser hombre de leyes; impedido para la milicia y repugnando ser un “Lárrago” (hombre de la iglesia). Aún así no se libró del racismo y el clasismo de esa época. Del Paso nos dibuja a un hombre querido por su pueblo y también discriminado/menospreciado por ese otro México compuesto de una aristocracia racista y clasista y por una cauda de “aspiracionistas” que siempre han existido:
“Vestido siempre de negro, con bastón y levita cruzada, Don Benito Juárez leía y releía a Rousseau y a Benjamin Constant, formaba con éstas y otras lecturas su espíritu liberal, traducía a Tácito a un idioma que había aprendido a hablar, leer y escribir al mismo tiempo, como en el mejor de los casos se aprende siempre una lengua extranjera, y comenzaba a darse cuenta de que su pueblo, lo que él llamaba «su pueblo» y al cual había jurado ilustrar y engrandecer y hacerlo superar el desorden, los vicios y la miseria, era más, mucho más que un puñado o que cinco millones de esos indios callados y ladinos, pasivos, melancólicos, que cuando era gobernador bajaban de la Sierra de Ixtlán para dejar en el umbral de su casa sus humildes ofrendas: algunas palomas, frutas, maíz, carbón de madera de encina traído de los cerros de Pozuelos o del Calvario. Pero para otros, para muchos, Benito Juárez se había puesto una patria como se puso el levitón negro: como algo ajeno que no le pertenecía, aunque con una diferencia: si la levita estaba cortada a la medida, la patria, en cambio, le quedaba grande y se le desparramaba mucho más allá de Oaxaca y mucho más allá también del siglo en el que había nacido. Y por eso de que «aunque la mona se vista de seda mona se queda”
La Historia no se repite. Pero el framing sí se replica. A lo largo de la historia cambia la temática pero no la ideología del supremacismo y la soberbia. La ley de bronce de los códigos culturales colonizadores, por naturaleza conservadores, veía en la “raza” blanca una superioridad por encima de un indígena cetrino, bajito y feo. Noticias del Imperio lo reporta:
“A las carencias de su raza y a sus defectos como individuo —demagogo, déspota, jacobino, vendepatrias y tirano rojo formaban parte de la sarta de adjetivos que le colgaron sus enemigos— el Presidente de México agregaba una fealdad física notable, rubricada según afirmaron muchos que lo conocieron y entre ellos la Princesa Salm Salm, por una horrible cicatriz sanguinolenta que nunca apareció en sus fotografías. Margarita, su esposa, hija de los patrones y protectores que lo habían acogido cuando llegó a la ciudad pidiendo «Doctrina y Castilla», y que todas las mañanas le anudaba la corbata de moño negro y bendecía el blanco albor de sus almidonadas pecheras impecables, se decía a sí misma y le decía a sus hijos: «Es muy feo, pero es muy bueno».
“Por no saber montar a caballo, ni manejar una pistola y no aspirar a la gloria de las armas, se le acusó de ser débil, asustadizo, cobarde. Y por no ser blanco y de origen europeo, por no ser ario y rubio que era el arquetipo de la humanidad superior según lo confirmaba el Conde de Gobineau en su «Ensayo sobre la Desigualdad de las Razas Humanas» publicado en París en 1854, por no ser, en fin, siquiera un mestizo de media casta, Juárez, el indio ladino, en opinión de los monarcas y adalides del Viejo Mundo era incapaz de gobernar a un país que de por sí parecía ingobernable.”
Nos recuerda a la señora fóbica que, recientemente, en una manifestación light, donde “no se toca el pasado”, gritaba en contra de un presidente “indio pata rajada”. Nos trae a la memoria los esperpentos verbales de Lilly Téllez o los rabiosos vértigos argumentales de la diputada Rabadán o las dramatizaciones de hilandera revolucionaria girondina, “ex-troskista”, Xóchitl Gálvez que revive ese humor fétido que emerge cuando los aires del cambio renuevan la vida social y se destapan las cloacas de la injusticia, la corrupción y la satrapía, cerradas por la ideología oligarca. Como si fuera hoy, cambian los personajes y la situación pero los estigmas mentales permanecen. Los supremacistas siguen existiendo, con la misma facha mental, como esta perla del pasado:
“Por su parte Monsieur Charles Bordillon, corresponsal del diario inglés «The Times», afirmaba que la única moral de esa nación cuya raza estaba «profundamente pervertida» era el robo, visto como objetivo principal de todos los partidos políticos. El ilustre Lord Palmerston compartía esos puntos de vista. Para él, el mexicano era un pueblo degenerado y corrompido hasta la médula, sin valor y sin fuerza, que «yo se lo aseguro a Su Majestad —le dijo un día a la Reina Victoria en el Castillo de Balmoral— será tragado por la raza anglosajona y desaparecerá como desaparecieron los indios pielroja ante los blancos».
Este párrafo de Noticias del Imperio me suena a la narrativa de los Sheridan, a los enjaulados de Bartra, a los insultos de Aguilar Camín, a la operación Berlín del fenicio intelectual Krauze, al mustio abogado Cossío; a los egos parlantes de la comentocracia mediática; o la retórica de la democracia imperial del Departamento de Estado en Washington: un remake para ser publicado en el New York Times o en el sacrosanto Washington Post o en el colonial hispano Iberdrola El País con sus réplicas provincianas en El Reforma o El Universal mexicanos seguido por los medios “autónomos y libres” como Proceso o de los portales digitales de afamados que hoy periclitan en su credibilidad como Aristegui y su noticiero, cuna de lobos disfrazados de ovejas mediáticas envueltas en la bandera de “periodismo en libertad”.
AM.MX/CV