Federico Berrueto
En la política prevalecen los intereses, a pesar de que en el imaginario algunos es el oficio para el bien común. La realidad se impone, y personas, organizaciones y proyectos se movilizan o activan a partir de intereses, no de ideales. En el oficio, la simulación y el engaño van de la mano, aunque siempre debe haber espacio para hacer algo por los más, dando curso a la esperanza.
Los intereses van acompañados de los interesados, que toda persona encumbrada padece, mucho más en la política. A veces se construyen relaciones recíprocas, como el caso del dirigente nacional del PRI, Alejandro Moreno, muy dado al pleito callejero, y Rubén Moreira, un estratega habilidoso y sofisticado en la política para ganar beneficio personal. Por su parte, Marko Cortés tiene inclinación por Santiago Creel, no está mal, pero debe administrar una competencia en la que el segundo es parte interesada.
El caso de Claudia Sheinbaum es de pronóstico reservado. No pocos la ven como segura candidata presidencial y muchos, por oportunismo, le dan su incondicional adhesión. Pero, como en política casi no hay reserva a derecho de admisión (AMLO lo tenía, pero lo perdió en 2018), todos son bienvenidos. Dos casos recientes de importantes adherentes denigran a la aspirante: el gobernador de Veracruz, Cuitláhuac García y la de Campeche, Layda Sansores.
Cuitláhuac ha sido entusiasta promotor del porrismo contra la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Sabe que el presidente le respalda, recreando así una acción sin precedente en la historia política mexicana. Un gobernador con sus acarreados para enfrentar al Poder Judicial Federal en su propio recinto, acompañada de la cobarde agresión a la ministra presidenta. El responsable es López Obrador, pero toda persona, más un funcionario electo de otro orden de gobierno, debe tener sentido de los límites, de la vergüenza y de la dignidad. No es el caso del mandatario de Veracruz.
Lo emprendido por la gobernadora de Campeche con su espectáculo los Martes del Jaguar no es sino muestra de elemental descomposición política. Desde allí ha divulgado humillantes e ilegales intervenciones telefónicas y grabaciones contra su antecesor, Alejandro Moreno. Ha insultado y agredido a mujeres adversarias. Ha sido reconvenida por el Poder Judicial Federal, que ha ignorado olímpicamente. Igual ha hecho con el entonces presidente del INE, Lorenzo Córdova y ante correligionarios como el presidente del Senado y el Secretario de Gobernación.
Ambos mandatarios tienen la condición de heraldos del insulto. Que viene bien en estos tiempos, y el mejor ejemplo es el del presidente de la República, prácticamente en cada comparecencia mañanera. No es normal ni el país y la política así lo requieren. Es prácticamente imposible que el peculiar estilo personal de gobernar de López Obrador se reproduzca. Un ejemplo ilustrativo es el aspirante presidencial en EU Ron de Santis, gobernador de Florida, quien al asumirse en su arranque como un Donald Trump recargado ha tenido un despegue desastroso. El populismo descansa en el carisma del líder; no hay copias ni segundas partes exitosas.
El mejor respaldo a López Obrador no viene de sus modos alejados de la civilidad política, que le hacen un gobernante abusivo, peleado con la realidad y rencoroso. No es la forma, sino la sustancia que debe preocupar y ocupar a quienes aspiran a sucederle. Mimetizarse con él es infructuoso y los despoja de sus atributos que, para Claudia Sheinbaum, es más que evidente por las diferencias de formación, trayectoria política y origen.
Al igual que en el pasado priísta, los aspirantes juegan en un doble plano. Por una parte, ser consecuentes con el líder político del proyecto y, por la otra, acreditar una personalidad propia a manera de dar continuidad de lo que es común. Las amistades peligrosas de Claudia no sólo muestran descuido, sino la sospecha de la frágil lealtad que acompaña al oportunismo disfrazado de incondicionalidad.