Miguel Ángel Sánchez de Armas
Soy de los pocos mexicanos que no se dejaron seducir por Juan Villoro con su propuesta de elevar a divinidad la justa nacida en la pérfida Albión para narcotizar a los nativos cuya carga lacera las espaldas del hombre blanco.
Y desde luego rechazo de manera tajante que el futuro de mi querido país dependa no de la formación de jóvenes en las aulas sino de las habilidades y resistencia de once jayanes disputando a otros tantos contrarios la posesión de un balón en una cancha. ¡No señor!
Hace algunos años, durante un mundial, publiqué dos columnas críticas al pambol amparado en el derecho a la libertad de expresión que tan celosamente han guardado los gobiernos emanados de la Revolución. La furia de las respuestas me puso a punto de pedir el amparo de la inútil comisión protectora de los periodistas.
Lo más amable que me dijo uno de los lectores es que iba a organizar una partida justiciera para prender fuego a mi casa.
Tengo claro que mis preferencias me colocan entre el aproximadamente 0.000001 de la población (quizá me falten ceros) a la que los clubes de fut le importan menos que las sociedades protectoras de marsupiales en los archipiélagos de los mares del sur.
Pero reclamo nuestro derecho a recibir las mismas garantías y privilegios que la Constitución da a los demás ciudadanos. En los últimos años las minorías de todos los sabores, colores e inclinaciones han logrado el reconocimiento social, pero quienes pensamos que el fut es un pasatiempo idiota somos víctimas incluso de grupos que hasta hace poco vivieron en la oscuridad.
Para nosotros no hay ni comisiones de derechos humanos ni oenegés protectoras ni comités que se aboquen al estudio y análisis de la condición de vulnerabilidad en que nos encontramos.
Veo con tristeza que nuestro futuro es continuar en el desamparo, en la indefensión y en el descrédito social. ¿Se puede esperar otra cosa en un sistema que tolera que sus órganos legislativos abandonen sus responsabilidades para seguir las vicisitudes de una desmedrada selección nacional?
Recuerdo una nota muy visible en Milenio hace tiempo: “El fut, […] paralizó los trabajos en el Congreso. Como en pocas ocasiones, los legisladores apuraron la sesión de la Comisión Permanente. Aprobaron y dispensaron puntos de acuerdo, y poco después de las dos de la tarde salieron todos hacia el restaurante más cercano”.
Escandaloso. Pero lo mismo aconteció en una de las instituciones emblemáticas de nuestra naciente democracia. Según el mismo diario: “Igual que los consejeros del INE, que hicieron un receso de dos horas en su reunión con vocales ejecutivos del país para ver el pambol…”
¡Hágame usted el refabrón cavor!
Una jornada de circo sin pan (me refiero al alimento, no a los julenzombies) y el pueblo sale a las calles como si hubiese llegado el día de la liberación. Pagar la deuda externa, bajar la inflación al uno por ciento, colocar el dólar a ocho pesos y limitar la mañanera a media hora solo los martes y viernes, no serían motivo de tanta alegría.
También respetados e inteligentes analistas políticos –y otros que no son ni lo uno ni lo otro- se han visto danzando con las multitudes en las jornadas de futbolfilia.
Se aproximan las fechas sagradas (los torneos) y esta inteligentzia nos receta estudios, análisis y densas disquisiciones sobre los méritos del “deporte” que nos trajeron los imperialistas británicos y que ellos celebran como si lo hubiera inventado Netzahualcóyotl.
¿Habrá en el gobierno un estratega social que esté al tanto y calibre el peligroso sesgo que toman las manifestaciones de “alegría” de las multitudes en los espacios públicos en temporada de patadas?
El día de mañana los aficionados que hoy se envuelven en la enseña nacional pueden volver cuando se den cuenta de que los goles no bajan el precio de las tortillas. Y entonces incluso las divinidades redondas se las verán verde para apaciguar otro tipo de clamor social.
Alguna medida de consuelo encuentro cuando a la manera de los pollos sagrados de Julio César me encuentro en La Castellana con los pocos pares que piensan como yo. Buscamos una mesa en la esquina más apartada y como los partisanos que combatían a los alemanes, discutimos en la clandestinidad maneras de hacer volver a la razón a por lo menos algunos de nuestros compatriotas.
Pero con tristeza confirmo que el virus del fut es más agresivo, mañoso y ladino que el Covid. En la más reciente reunión lo pude comprobar.
G.H. dijo: “El fútbol me tiene muy sin cuidado y me resulta algo absolutamente prescindible, aunque debo reconocer que me da mucho gusto cuando ganan los Pumas, porque habiéndome formado desde la Prepa en la UNAM, me siento totalmente identificado con todo aquello que tiene que ver con ella y siempre que la ocasión lo permite asumo con gran orgullo mi condición de Hecho en CU”.
Una de las cofrades (mujeres que militan entre nosotros, pero no las llamamos “miembras” ni “cofradas”, aunque eso sea lo políticamente correcto) expresó que no tendría nada que lamentar, a no ser, quizás, la miseria emocional que azotaría a millones de compatriotas ideológicamente harapientos, si el fut desapareciera de sus vidas.
R.G.M. apuntó: “Yo también formo parte de esa exigüísima minoría no futbolera, pero lo vivo como una desgracia; confieso mi envidia, de la mala, con los que le van a un equipo, el que sea, y sacan su furia los fines de semana frente a la tele y al lado de una cerveza”.
Y con gesto de impotencia, S.C. dijo que me voy a ir al cielo prehispánico de los periodistas en donde todos viven felices y en armonía y escriben sin censura sobre tópicos álgidos como la política, el narcotráfico, la religión y el futbol.
Como sea, me parece que el fut no tiene la culpa del patriotismo de pacotilla que inspira a las masas. Los dueños del balón, que son al mismo tiempo los dueños de la tele y de muchos otros medios, han hecho que el futbol sea cada vez menos deporte y cada vez más negocio.
Desde esos medios se han encargado machaconamente de futbolizar el “orgullo nacional”. Y no podemos perder de vista que, tristemente, hay un terreno social muy fértil para ello. La alienación de las masas incrementa su grado de docilidad frente a quienes detentan el poder y por lo tanto la promueven a conveniencia.
Así como antes se decía que de lo único que no habría que discutir era de religión o de política porque se desataban los demonios, hoy tampoco se puede discutir de pambol. Si no lo cree, trate de convencer a un fanático del América de que las águilas no llegan ni a pollitos; o a uno del Guadalajara de que las chivitas sólo sirven para hacer birria … me avisa para mandar flores a su funeral.
Seguimos siendo los mismos neandertales que aullamos cuando nuestra tribu se impone sobre sus adversarios… los mismos ciudadanos que enloquecían con la sangre en el circo romano. Es el espíritu de grupo. Nada iguala más que estar en la tribuna, gritando un ¡gooooooool! a todo pulmón.
Concluyo confesando que el más grande dolor que me ha asestado el corretear de las oncenas adocenadas en persecución de un balón como si del Vellocino de Oro se tratase, fue el día en que mi adorada hija anunció que iba con sus amigos al bar Equis “a ver el partido y apoyar a los nuestros”. ¡Maldición!
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