Fernando Irala
Muy distinta a cualquiera de las que le antecedieron, sin embargo la toma de posesión del Presidente López Obrador no ofreció sorpresas.
Su discurso en el Congreso fue una reiteración de ideas y frases repetidas en campaña, y sus proyectos los que ya había anunciado, incluso sometido a polémicas consultas en los días pasados.
Más tarde, una esotérica ceremonia en el Zócalo y sus palabras desde el templete, mostraron también lo que ya se ha dicho: todavía no es posible dimensionar los alcances del gobierno del tabasqueño, pero su espacio natural no es tanto el despacho y el desempeño oficial sino el mitin en la plaza pública.
En todo ello, el Presidente cautivó una vez más a los suyos, aunque estuvo lejos de articular un discurso inclusivo, dirigido al conjunto de los mexicanos. Perdonó a los corruptos, pero no les dijo nada a quienes sin serlo, simplemente no están de acuerdo con él.
La honestidad personal y el rechazo a la corrupción se plantean como la garantía de un buen gobierno; el reparto de beneficios como única estrategia social.
Por lo pronto todo es felicidad. Hoy todavía pareciera que los mexicanos viviremos dichosos, si no el resto de nuestras vidas, por lo menos un sexenio.
La realidad, como siempre, se impondrá sobre los buenos deseos. Entraremos entonces a una historia que en este país es ya conocida, cuando los parámetros y los resultados económicos no coincidan y no den para cumplir proyectos y promesas.
Para entonces, como nos ocurrió en la segunda mitad del siglo pasado después de los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo, habrá que volver a empezar, intentar ordenar la casa y reponer los platos rotos, lo cual apenas se había logrado.
Los pueblos que no conocen su historia, decía un olvidado filósofo español, están condenados a repetirla.