Miguel Ángel Ferrer
Hasta el momento sólo puede hablarse de un relativo éxito mediático de los esfuerzos de EU por crear una artificial crisis migratoria en las fronteras de Venezuela, con el fin de tener un pretexto que justifique una intervención militar “humanitaria” que logre el ansiado derrocamiento del gobierno bolivariano.
Relativo éxito mediático pero no éxito real. Porque una cosa es poner al gobierno del presidente Nicolás Maduro en la picota del descrédito internacional, y otra muy distinta poder derrocarlo.
Porque para lograr ese derrocamiento no bastan, como está bien probado históricamente, la guerra sucia, la propaganda negra y la satanización del gobernante si no van acompañadas del golpe de Estado o de la intervención militar extranjera.
Un éxodo migratorio, por más significativo que fuese, no tumba a un gobierno. Y mucho menos si se trata de un gobierno con sólido respaldo institucional y legal. Y con masivo y combativo apoyo popular.
Pero si el plan desestabilizador va rumbo al fracaso, el daño que se hace a los migrantes y a las poblaciones y los gobiernos receptores es enorme. Puede decirse que la campaña desestabilizadora contra Venezuela se ha trasladado en parte a los países vecinos: Ecuador, Perú, Colombia, Brasil y hasta Panamá, Argentina y Chile.
Esto lo saben los gobiernos de esos países, que se han prestado al juego de Washington. Pero tienen esperanzas de que la presencia de venezolanos sea temporal y de muy corta duración: sólo hasta que caiga el gobierno de Maduro merced a un improbable golpe de Estado o hasta que se materialice la invasión militar.
¿Y qué pasará si, finalmente, no se da ninguno de esos procesos? ¿Qué hacer con los migrantes venezolanos? Pues sólo hay tres posibles caminos: acogerlos permanentemente, regresarlos mediante la fuerza por donde llegaron o esperar a que la dura vida del exilio económico los conmine a volver a su patria.
Cualquiera de esas tres posibilidades representa un problema para los países de acogida, pero no para Venezuela. Y la última: la repatriación voluntaria significaría incluso un triunfo político para el chavismo.
Todo esto recuerda necesariamente el caso cubano. “Al pueblo, decía Washington, hay que vencerlo por hambre y por sed. Es necesario acrecentar y ampliar las dificultades económicas de la población para vencer su resistencia y minar el apoyo al gobierno revolucionario”.
Esta perversa maquinación se saldó en Cuba con el más rotundo fracaso. Y ahora se reintenta en Venezuela. Pero si la experiencia histórica no augura mayor éxito a los esfuerzos de derrocamiento, tampoco lo hacen los indicios presentes. Y una vez que pase esta artificial tormenta migratoria habrá que esperar algún otro programa desestabilizador con fines de intervención militar extranjera.
Décadas de fracasos en la guerra económica, mediática y diplomática no consiguieron vencer la resistencia del pueblo cubano. Y tampoco, como se ve, han logrado liquidar al sandinismo en Nicaragua. Ni en los años ochenta del siglo pasado ni ahora mismo en la nueva y frustrada embestida yanqui.
Sólo que EU no aprende ni le interesa aprender. Como tampoco le importa la cauda de sufrimientos y dolor que genera en las poblaciones de los pueblos agredidos. Y que en actos de gran hipocresía busca endosar a los gobiernos de La Habana, Managua y Caracas.
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