Ramón Márquez C.
-I-
Si las eliminaciones de Argentina y de España en el mundial de Rusia fueron
crónicas de una muerte anunciada, la de México es la crónica de una muerte
de quien jamás ha tenido vida
Sucedió en los días previos a la Copa del Mundo. Fue planteada como una entrevista y se convirtió en un debate en el que, por supuesto, ganó el hombre que de futbol sabe, porque es el deporte que practica, el que sufre o goza a cada día; el deporte del que vive. Ese hombre es Javier Chicharito Hernández. El derrotado es el arrogante David Faitelson -cuyo ego sólo puede compararse con los de Hugo Sánchez y Raúl González-. Seguro estoy de que jamás entró a una cancha a jugar futbol, como lo estoy de que su irritante tono doctoral no desconcentró al tapatío.
-Con el tema del ser campeón del mundo –dijo desde las alturas inconmensurables de sus vastos conocimientos-… Pero realmente, Javier, pongámonos serios, México no está para ser campeón del mundo.
-¿Y por qué no podemos ser el Grecia de la Eurocopa? ¿Por qué no podemos ser el Leicester de la Champions League?- … Y cuando el Chicharito habla de lo que sabe, de futbol, Faitelson lo interrumpe tan groseramente como suele hacerlo siempre que escupe veneno por el micrófono. Hasta que lo exaspera a Javier, quien grita. “¡Imaginémonos cosas chingonas! ¡Carajo! ¡Imaginemos! ¡Échele!… A ver, ¿por qué no? ¿Por qué no podemos ser primeros del grupo? Entonces se vuelve imprudente el jilguero: “¡Por Dios, Javier, Alemania tiene el grupo asegurado!”. Y yo pienso en que los muchos años intentando ser periodista no le han enseñado que quienes practicamos este oficio no somos profetas ni iluminados sino historiadores.
Imaginar cosas chingonas… Eso, en futbol, nos ha enseñado la historia, Javier, que es lo único que podemos hacer. Porque jamás podremos ser chingones en la cancha. Tampoco tan zopencos como Layún: “pienso que vamos a marcar (sic) historia. Yo me imagino logrando una semana de pura fiesta en México, donde todo mundo esté borracho a más no poder y cantando por todos lados y luego lleguemos nosotros a dar el recorrido con la Copa del Mundo”, o tan estólidos como Guardado: “en mis ambiciones mundialistas el techo no existe. Si no vas a un Mundial pensando en ser campeón, no sé para qué vas”. Y ya condenaste, Andrés, a todas las futuras generaciones de jugadores. ¿A qué irán, si saben de antemano que ganar la Copa del Mundo es como pedir a los Diablos Rojos del México que ganen una Serie Mundial, o a la Fuerza Regia que conquiste la NBA, o a los Pumas de la Universidad que ganen ya no la NFL sino el Campeonato Colegial? Porque todos sabemos, Andrés, que desde que la selección que nació guindi-azul y después cambió a los colores patrios –verde el jersey, blanco el short y rojas las medias- la oncena nacional se convirtió en la verde, siempre la verde, la que jamás madura.
-¿A qué vamos a Montevideo? –preguntó en 1930 un reportero a Juan Luqué de Serrallonga, entrenador de la selección en la I Copa del Mundo.
-¡Joder! ¡Pues a aprender! –respondió el temperamental andaluz.
Atrevió José Antonio Roca –entrenador de la verde en el mundial de Argentina 1978: “Con este equipo joven y con buena mentalidad, dispuesto al sacrificio para lograr el pleno del juego de conjunto, cualquier cosa puede esperarse en la Copa del Mundo”. Subió de tono en días ulteriores: “¿Campeones del mundo?… ¿Y por qué no?”.
¿En qué coincidieron Luqué de Serrallonga y Roca? En que la verde terminó en el último lugar del torneo: tres derrotas, cuatro goles a favor y 13 en contra la verde de 1930, y 2-10 la verde de 1978. ¡Y había transcurrido casi medio siglo! Ahora, 40 años después de Argentina, la verde no llega al quinto partido –“hazaña” sólo lograda en 1986, cuando México obtuvo la segunda sede de la Copa del Mundo- por séptima ocasión consecutiva.
No hay más explicación: ni Osorio, ni los jugadores, ni el clima, ni los rivales son culpables de una nueva derrota. Porque la derrota corre por las venas del futbol mexicano en torneos internacionales. Es su tradición, su ADN. Y de esto habla la historia con los argumentos irrefutables: los números. México en Copas del Mundo: 57 partidos, 16 victorias, 14 empates, 27 derrotas, 60 goles a favor y 98 en contra.
Así que ya podrán desgañitarse los jilgueros de la televisión –que al fin y al cabo doña tele es dueña de los destinos del futbol desde que el Tigre Azcárraga asumió el control de la llamada caja idiota- como lo hicieron en 1978 cuando desplegaron una intensa campaña para vender su más caro producto comercial: “¡El gigante verde!”… “¡El equipo de todos!”… “¡Ahora sí, derechito hasta la final!”. Siguen haciéndolo, tal vez con otras palabras, pero con la plena certeza, con la obligatoriedad de que hay que mantener vivo el producto que tan millonarias ganancias produce. Pero todos sabemos que ese gigante del que hablaron en 1978 es en realidad un enanito que no ha crecido un centímetro. Pulgadas, tal vez.
De lo sucedido en Rusia… ¿Nos encontramos aquí mañana?