Miguel Ángel Ferrer
Un breve repaso a la historia reciente de México revela con gran claridad que el Partido Acción Nacional (PAN), salvo en su primer año de vida, nunca ha sido un auténtico adversario del régimen priista. Nacido en 1939 para oponerse a las reformas sociales de carácter popular del cardenismo, la motivación se acabó con el ascenso de la derecha al poder en la persona del general Manuel Ávila Camacho en 1940.
De ahí en adelante el PAN actuó exclusivamente como un clásico grupo de presión: apoyando las políticas regresivas del régimen y oponiéndose a las medidas de corte más o menos popular o revolucionario, como por ejemplo los libros de texto gratuitos.
Pero la crisis largamente larvada del priismo le dio al PAN la oportunidad de convertirse en verdadera oposición. Y en 1988 Acción Nacional participó con fuerza en los comicios de ese año frente al priista Carlos Salinas de Gortari y el frentista Cuauhtémoc Cárdenas.
Esas elecciones se saldaron con un fraude monumental en favor del PRI. Pero en la conciencia popular quedó la idea de que el triunfador había sido Cárdenas. Frente a esta situación, imponer a Salinas parecía cuesta arriba. El PRI requería de un aliado que convalidara los fraudulentos resultados.
Y ahí entró en escena el PAN. El partido y el candidato, Manuel Clouthier, aceptaron dar como válidos los números de la elección, a cambio de diversas concesiones políticas y con las promesas y la convicción de que el priismo-salinismo continuaría la marcha hacia una mayor derechización del país y también hacia una mayor íntegración-subordinación con Estados Unidos.
Ahí nació la más tarde célebre complicidad entre el PRI y el PAN, conocida históricamente como Prián. Complicidad que con el tiempo tomó la forma de una alternancia pactada entre los dos grandes partidos de la derecha mexicana. Vinieron así las presidencias panistas de Vicente Fox y Felipe Calderón y el retorno presidencial del PRI con Enrique Peña.
Ahora, frente a las elecciones de julio de 2018, nada lleva a pensar que esa complicidad se ha roto. La alternancia pactada entre los dos mayores partidos de la derecha ha probado sus bondades para la preservación del régimen oligárquico y antipopular que gobierna México desde 1940.
Por eso sorprende, extraña y lleva a la sospecha la aparente cruzada fiscal y judicial del gobierno peñista contra el candidato del PAN, Ricardo Anaya. Porque imponer fraudulentamente al candidato priista José Antonio Meade requiere de la convalidación política del panismo. Sin ese aval la tarea se antoja imposible.
O al revés: imponer en la presidencia a Ricardo Anaya requeriría, o requiere si finalmente esa es la decisión de Los Pinos, del aval del priismo y de Meade Kuribreña.
No hay otra opción a la vista. El acuerdo cupular de la derecha mexicana para colocar en Los Pinos a uno de sus dos candidatos es la condición para la continuidad del régimen oligárquico y antipopular. Con Meade o con Anaya o con cualquier otro pero genuino representante de la derecha: priista, panista o “independiente”.
Tienen que ponerse de acuerdo. Y en ésas están. Pero deben simular y fingir hasta el final. Mientras tanto: juegos de espejos, cajas chinas, conejos y chisteras. Y mucho ruido y confusión.