De Octavio Raziel
Si las abejas desaparecieran del planeta, el hombre les seguiría cuatro años después. La frase pudiera ser de Confucio, Lao Tse, Buda, Napoleón, Einstein o de San Compadre.
Tenemos miedo a una guerra nuclear, a la desaparición de los polos, epidemias y cataclismos de diversa índole. Sin embargo, debemos vislumbrar también una catástrofe global pendiendo, quizás, del batir de las alas de uno de los animales más pequeños de nuestro mundo.
Estos bichos representan el 76% de la producción de alimentos de consumo humano, sin desconocer que el 84 % de las especies vegetales cultivados dependen de la polinización para sobrevivir.
Estaba en quinto de primaria cuando leí El reino de las abejas, de Maurice Maeterlinck. Mi entusiasmo era tal que mis maestros me adjudicaron, a pesar de mi corta edad, cinco cajones –colmenas- para cuidarlos.
Observaba cómo salían esos insectos por las mañanas para libar en los grandes jardines del internado, allá por Tlalpan. Por la tarde, llegaban al cajón, al que en ocasiones tenía que ponerles trampas que permitían a los zánganos irse a pasear, pero que le impedía su reinserción a ese pequeño reino –acción que quisiéramos hacer con los políticos cuando se van de gira al extranjero- En época de estiaje les llenaba sus bebederos con jarabe especial (Azúcar Candy) y en la de frío cubría con mantas los cajones.
Maeterlinck, Premio Nobel de Literatura 1911, publicó también “La vida de las hormigas” y “La viga de las termitas”
A finales de la década de los 50, al Papa Pío XII le dio un acceso de hipo que con nada se lo quitaban. La pléyade de médicos que lo atendían llegó a temer por su vida. De alguna forma, un apicultor de Cuernavaca, Morelos, se enteró del mal del Pontífice y se aplicó a enviarle con premura suficiente jalea real, que a los pocos días de tomarla el Santo Padre tuvo resultados positivos. Fue a partir de ahí que la miel y sus subproductos de esta región se hizo famosa (y cara).
Hace unos días sentí con mayor fuerza que de costumbre el zumbido sempiterno provocado por los aneurismas que un día aparecieron en mi cerebro. Mientras caminaba por el jardín de la casa noté que en esta ocasión era demasiado fuerte el ruido. Voltee hacia el cielo y… miles de abejas se arremolinaban entre las palmeras; hasta que se posaron en una de ellas.
Mientras las veía cómo se concentraban -una colmena puede componerse de 40 o 50,000 ejemplares- recordé una noticia que advertía del peligro que representa actualmente la muerte de millones de colmenas en el mundo.
En este siglo, el equilibrio medioambiental está en peligro, un equilibrio que pondría en jaque a la humanidad.
Se pensó que pudieran ser los teléfonos celulares, los hornos de microondas u otros aparatos que hacen la vida moderna más ociosa los causantes de estas desapariciones. Sin embargo, Greenpeace, la revista Science (Jeremy Kerr) y otros organismos internacionales han dictaminado que los insecticidas neonicotinoides clorianidina y tiemetoxan afectan directamente al sistema nervioso de estos insectos. Esos venenos reducen, además, la capacidad de reproducción de las abejas e incluso anticipado su muerte.
La desaparición en todo el mundo de cientos de millones de abejas, supone una gran preocupación para la comunidad científica, hecho que los políticos tendrán que valorar seriamente. El problema es tan grave que Estados Unidos y el Parlamento Europeo acordaron ya medidas de emergencia ante el fenómeno.
Todos, absolutamente todos, debemos poner algo de nuestra parte para evitar un cataclismo. En mi jardín he sembrado flores que atraen a quienes también polinizan sembradíos de la campiña morelense.
El papel de estos insectos ha sido no sólo la polinización de las plantas, como la producción de miel, cera, jalea real y otros subproductos, también ha sido ejemplo para los niños sobre la fecundación humana; cuento que ahora no se tragan.