Teresa Gil
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Tomás Yarrington y Javier Duarte fueron detenidos. Los otros culpables, los que los apoyaron y se beneficiaron con sus delitos, fueron exhibidos. Pero, éstos, ¿serán sometidos a juicio de inmediato? Todos vimos a los detenidos. La sonrisa burlona abierta sobre el rostro regordete: la mirada turbada quizá por una cercana explosión. El otro, con la expresión serena, pero con esa calma que detrás tiene asideros que se escapan. Los dos fueron captados por millones de ojos en el país y en otras partes del mundo, mientras los otros culpables -¿seguiremos usando la palabra presuntos?-, se ufanaban de su captura, se congratulaban de que la justicia se aplique a los que hierran y se preparaba el aparato para distribuir las cargas de acuerdo a la conveniencia. Al mismo tiempo, se escenificaba la vieja leyenda del tipo que se lava las manos y exonera a un peligroso criminal. El inocente, el crucificado -¿lo es en realidad el que acepta pasivamente la ignominia?-, es el pueblo. Los señalamientos no se han hecho esperar. Se detiene a peligrosos infractores en momentos en que políticamente es necesario, cuando el PRI va en picada. Pero al mismo tiempo los yerros de éste, encubiertos por la omisión legal, agreden de una manera más grotesca con inversiones descaradas, un gabinete itinerante en el Estado de México y un gasto público que es un sueño para los mexiquenses, pero el mayor agravio para el resto de los ciudadanos. Los otros cómplices, una mujer entre ellos, la Mota, desparrama acusaciones mientras resguarda sus propios pecados de un dedo acusador que le exige cuentas. Y a nivel nacional, Felipe Calderón y sus antecesores en espera de que el fango que se extiende, no exhiba sus nombres en Odebrecht, el crimen organizado y lo que les tocó de los dos ahora detenidos. Esa es nuestra realidad, el hundimiento moral de los sistemas políticos y la evidencia que, por desgracia, se exhibe en fosas y en cadáveres como lo vimos en los gobiernos de los ahora reos y lo estamos constatando con la exhumación masiva de cuerpos en Coahuila. De Guatemala, de donde extrajeron al dispendioso Javier Duarte, es el premio Nobel Miguel Ángel Asturias, un escritor que agotó en una excelente literatura, el hundimiento moral de los poderosos de su país y sus cómplices. Cadáveres para la publicidad forma parte de su autoantología, Mi mejor obra (Organización Editorial Novaro S.A. 1973) en la que hace un resumen de todas sus importantes obras. Esta es parte de Week-End en Guatemala y en ella, es difícil aceptar una lectura que describe lo más profundo de la miseria humana. Todo lo que en la vida real hacían los mercenarios del ejército guatemalteco con sus blancos preferidos, los sindicalizados de todo tipo, ferrocarrileros, muelleros, bananeros, campesinos, indígenas organizados, todos. Fosas gigantescas para enterrar a cientos con la dignidad de muchos que se negaron a aceptar la traición, enterrados en hoyos cavados por ellos mismos. Y después, lo genial de Asturias, la presencia de la prensa internacional, ante todo gringa, exigiendo verdaderas noticias. De lo contrario se olvidarían del país bananero. ¿Y que hace su Excelencia, el poderoso, para volver a atraer a los informadores? Sacar los cadáveres, cientos de cadáveres ya en proceso, que son exhibidos para que las cámaras tomen fotos por miles y los micrófonos extranjeros describan lo que les pasa a los insurrectos. Y como suele ocurrir y lo vemos con la persecución diaria a los opositores en México, de las muertes los acusan a ellos, a los revolucionarios, a los llamados rojos. Y en la terrible barahúnda que se crea, los extranjeros piden cadáveres, corpses y la gente enardecida grita como ahora: ¡los desfalcos, loa desfalcos! Con las detenciones actuales y lo que se exhibirá sobre todo de Duarte, salpicado de sangre, es la misma exhumación para la publicidad, para el acto público que puede favorecer a un partido. Pero es en México.