OTRAS INQUISICIONES: El joyero soplón

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Por Pablo Cabañas Díaz

En la Ciudad de México de los años ochenta y noventa, existía un local casi secreto en la Zona Rosa donde los nuevos amos del país compraban su corona. Tomás Colsa McGregor, gemólogo con doctorado en Amberes, manos de cirujano y ojo capaz de distinguir un diamante Golconda de una simple lágrima de vidrio, atendía personalmente a quienes podían pagar millones en efectivo sin hacer preguntas. Actrices, secretarios de Estado y capos entraban por la misma puerta blindada; salían con estuches de terciopelo negro que valían más que una casa en una colonia de la clase media.

Todo empezó como un negocio exquisito y terminó en una pesadilla. En 1982 conoció a Gabino Uzueta, medio hermano del Cochiloco, y de ahí saltó a las mansiones de Guadalajara donde pagaban collares de diamantes con fajos de billetes. Pero fue Amado Carrillo Fuentes, el Señor de los Cielos, quien lo arrastró al fondo del abismo. En 1993 coincidieron unas horas en una celda del Reclusorio Norte. Entre rejas se miraron, se reconocieron y sellaron un pacto que no necesitaba papel: Colsa le daría discreción absoluta y contactos en la alta política; Carrillo le daría protección absoluta. A partir de ese día el joyero se convirtió en su sombra de lujo, en el hombre que llevaba maletines de relojes Rolex a Colombia y regresaba con aviones cargados de droga.

Vio demasiado. Vio maletines de dólares entregados cada viernes a quince comandantes de la Policía Judicial Federal. Vio la intentona de comprar el estadio Corregidora  de Querétaro por veinte millones en efectivo. Vio a cantantes famosas, gobernadores y hasta hijos de expresidentes reírse mientras la muerte blanca circulaba en bandejas de plata. Y en marzo de 1997, cuando se le cerró el cerco y el miedo le apretó el pecho como una tenaza, decidió hablar. Durante semanas declaró ante la PGR con la voz temblorosa y los ojos llenos de terror. Cada nombre que soltaba era una sentencia de muerte propia.

El 4 de julio de 1997, Amado Carrillo Fuentes, entró a una clínica de la colonia Polanco para cambiarse la cara y borrar su pasado. Ocho horas después estaba muerto sobre la camilla.. Veinticuatro horas más tarde, el 5 de julio, Tomás Colsa McGregor subió a un camión en la Calzada de Tlalpan. Había discutido con sus custodios y, por orgullo o por cansancio, salió sin escoltas. Nunca llegó a su destino. Lo bajaron a culatazos, lo metieron a una Suburban negra, lo torturaron hasta romperle los dedos que habían pesado los diamantes más perfectos del mundo. Al final lo arrojaron todavía vivo en una calle de Iztapalapa y le vaciaron seis cuernos de chivo en el pecho. Murió con cincuenta años y un Patek Philippe de medio millón de dólares en la muñeca.

Tomás Colsa McGregor no fue héroe ni villano; fue el espejo donde México  vio pudrirse. Sus declaraciones, hoy desclasificadas, siguen siendo la radiografía más cruda de aquella década de complicidades y traiciones. Veintiocho años después de su ejecución, cada vez que alguien pronuncia el nombre del Señor de los Cielos también pronuncia, casi en un susurro, el del joyero que le tomó el pulso al diablo y pagó con su vida.

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