Por Gloria Analco
Donald Trump ha llevado la vieja Doctrina Monroe a su clímax más descarnado, despojándola de cualquier disfraz diplomático y exhibiendo el rostro más rudo del intervencionismo norteamericano.
En su reciente cumbre con Javier Milei, celebrada poco antes de las elecciones legislativas de medio término en Argentina, Trump escandalizó al afirmar que si los votantes argentinos no respaldaban al partido de Milei, Estados Unidos no prestaría ayuda financiera al país.
Fue la primera vez que un presidente estadounidense formuló tan abiertamente una amenaza de ese tipo contra un proceso electoral latinoamericano, colocándose, sin disimulo alguno, el traje de James Monroe en su peor versión.
En esa misma cumbre, el senador Marco Rubio se jactó de que Estados Unidos tiene “en el bolsillo” a varios gobiernos latinoamericanos -aunque solo mencionó tres de los ocho que dijo controlar-, confirmando que la visión de Washington sobre la región sigue anclada en la subordinación que impuso hace más de un siglo. Pero esa arrogancia imperial ya no produce el mismo efecto de antaño: el hemisferio empieza a moverse fuera de su órbita.
El hecho de que Rusia haya instalado sistemas de misiles antibuques en Venezuela recientemente, con capacidad para operar en aguas internacionales, y que Washington ni siquiera haya elevado una protesta formal, es la prueba más elocuente de que América Latina está dejado de ser, gradualmente, un área de influencia estadounidense. Hace apenas unos años, semejante acto habría desatado amenazas, sanciones y ejercicios navales inmediatos. Hoy, el silencio de la Casa Blanca revela algo más profundo: el fin de una hegemonía incuestionada.
No se trata de un gesto aislado ni improvisado. Es la consecuencia de décadas de políticas coercitivas que han terminado por empujar a países como Venezuela y Cuba hacia la alianza con Rusia y China. Tras años de sanciones devastadoras, bloqueos financieros y castigos económicos que han asfixiado a sus pueblos en nombre de la “democracia”, Washington cosecha ahora el resultado de su propia estrategia.
El bloqueo a Cuba -vigente por más de sesenta años- y las sanciones a Venezuela, que han inmovilizado activos, impedido importaciones y paralizado el acceso a los mercados internacionales, son parte del mismo guion: la imposición del hambre y el aislamiento como instrumentos de cambio de régimen.
Pero esa política ha dejado de funcionar. Hoy, esos países han encontrado respaldo político, militar y financiero en otras potencias que desafían abiertamente el control del dólar y la primacía de Estados Unidos.
En este contexto, la suspensión de la Cumbre de las Américas, tras la decisión de no invitar a Venezuela, Cuba y Nicaragua, se convirtió en símbolo del agotamiento político y moral de la vieja hegemonía.
Varios jefes de Estado anunciaron que no asistirían bajo esas condiciones, dejando a Washington frente a un vacío diplomático sin precedentes en su propio hemisferio.
Los efectos son visibles: el intento de boicotear la Cumbre Celac-UE, al presionar a líderes europeos -entre ellos a la presidenta de la Comisión Europea- para que no asistieran, fue un error estratégico que dejó a Washington aislado frente a una América Latina más cohesionada.
Ni siquiera logró impedir la presencia de figuras como Lula da Silva o Pedro Sánchez, que reafirmaron la necesidad de un diálogo soberano sin tutelas.
Mientras tanto, Trump enfrenta una crisis interna sin paralelo: el gobierno federal permanece cerrado por falta de acuerdo presupuestal, el Departamento de Justicia revisa la legalidad de sus nuevos aranceles, y, en medio de la tensión, el expresidente ofrece dos mil dólares a cada ciudadano con los ingresos generados por esos aranceles, en un intento de chantaje político que busca convertir el descontento económico en apoyo electoral.
El cuadro general es el de un imperio en descomposición, que aún conserva poder, pero ha perdido el control narrativo y moral sobre su propia esfera. América Latina -históricamente tratada como patio trasero- empieza a actuar con autonomía y con alianzas diversificadas, y ese cambio ya no puede revertirse.
Lo que se desmorona no es solo una política exterior, sino una estructura mental de dominación. Los misiles rusos en el Caribe, la cooperación china en infraestructura y tecnología, la rebelión diplomática latinoamericana ante las exclusiones, y el propio caos político interno de Estados Unidos, son piezas del mismo tablero: el principio del fin de la esfera de influencia estadounidense.
Washington cosecha ahora el resultado de su propia estrategia: una región que ya no teme mirar hacia otro lado.
