PABLO CABAÑAS DÍAZ
En los años ochenta, la Ciudad de México era un tablero donde la política, el dinero y la moda se entrelazaban con un pragmatismo implacable. En ese escenario, la sastrería a medida se volvió una herramienta clave para los poderosos, un símbolo de autoridad y éxito en un país que intentaba disfrazar sus crisis con trajes impecables y corbatas costosas. Entre los sastres más reconocidos, además de los clásicos Hugo Ortega, Arturo Sánchez y Javier Martínez, destacó con fuerza Leo Fabbio, cuyo taller en la Zona Rosa se convirtió en un referente de estilo y modernidad.
La Zona Rosa, con su ambiente cosmopolita y algo transgresor, albergaba casas de sastrería como Casa Cuesta, que se convirtió en punto de encuentro para políticos, artistas y empresarios que buscaban trajes no solo clásicos, sino con un toque más audaz y contemporáneo. Casa Cuesta supo leer el cambio de época y combinar tradición con innovación, marcando la pauta para una clientela que ya no solo quería proyectar poder, sino también personalidad.
Leo Fabbio, un sastre de origen italiano, trajo a México la precisión y el glamour de la moda europea, ganándose una clientela fiel entre jóvenes políticos y empresarios que comenzaban a romper con la rigidez del pasado. Sus trajes con cortes italianos, telas finas y detalles sutiles fueron un soplo de aire fresco en un panorama dominado por estilos sobrios y a veces hasta anacrónicos. Fabbio comprendió que en los 80, la imagen era una declaración de intenciones y que la modernidad debía reflejarse en la ropa.
Por supuesto, no hay que olvidar a los pesos pesados de la sastrería clásica como Hugo Ortega, quien, con sus cortes firmes y hombros anchos, era la elección de ministros y magnates de la industria petrolera. Su taller, un santuario de la sastrería tradicional, simbolizaba un México oficial y conservador que se aferraba a la apariencia para sostener el poder. Ortega fue el maestro de la austeridad elegante, mientras que en la Zona Rosa, Casa Cuesta y Leo Fabbio apostaban por una nueva imagen para un México que comenzaba a cuestionar su rigidez.
Arturo Sánchez, con su estilo sobrio y sin estridencias, y Javier Martínez, que introdujo telas italianas y cortes más relajados, completaban el cuadro de una sastrería que era mucho más que confección: era política, era declaración social, era un disfraz para un país en crisis.
No obstante, esta obsesión por la apariencia tenía su lado oscuro. Mientras la mayoría de la población enfrentaba una crisis económica severa, una élite gastaba fortunas en trajes que eran más símbolos de poder y éxito aparente que prendas funcionales.
Al final de la década, con la crisis económica y la devaluación del peso, muchos talleres tuvieron que reinventarse o cerrar sus puertas. Algunos sastres clásicos desaparecieron, mientras que otros se adaptaron a una nueva clientela más diversa.