PABLO CABAÑAS DÍAZ
En 1971, el ingeniero italiano Roberto Vacca(1942-2016), publicó “La Edad Media próxima futura”, una obra que, con la frialdad de los números y la lógica de los sistemas complejos, anunciaba el fin no de la civilización en abstracto, sino de aquella sostenida por una hipertrofia tecnológica incapaz de gobernarse a sí misma. Vacca, lector agudo del caos social, veía en la multiplicación de redes —de energía, de agua, de transporte, de información— no una promesa de estabilidad, sino el umbral de un colapso inminente. Ese libro, al que podríamos calificar como una profecía , marcó un punto de inflexión en la literatura del desastre, lo que él mismo llamaría “ruinografía”: la fascinación moderna por los mecanismos del derrumbe, no por las ruinas románticas del pasado, sino por las fallas anticipadas del porvenir.
Medio siglo después, el espíritu de Vacca resurge, aunque sus advertencias han sido desplazadas por otras más escandalosas, más ideológicas, más mediáticas: las del cataclismo climático. La transición del miedo sistémico al miedo ecológico no es casual. La Tierra, en su silencio geológico, ha ocupado el lugar que antes tenía el sistema técnico como fuente de angustia: ya no tememos que la red eléctrica falle por su complejidad, sino que los glaciares colapsen por nuestra imprudencia; no nos obsesiona la congestión del tráfico aéreo, sino las emisiones de carbono que lo alimentan. Y sin embargo, la estructura narrativa es la misma: diagnóstico científico, proyecciones estadísticas, llamados urgentes a la acción, y, en el fondo, una melancolía cívica que oscila entre la alarma y la resignación.
Las profecías de Vacca tenían el tono severo del ingeniero; las de hoy, el lenguaje del activismo global. Pero en ambos casos, el relato se configura como una pedagogía del límite. Vacca no creía en un apocalipsis repentino, sino en una degradación paulatina, casi imperceptible, del funcionamiento de los sistemas. Esa lógica, que recuerda a la decadencia de Roma según Gibbon, reaparece ahora en el lento desplome de los equilibrios climáticos, donde los aumentos de temperatura o los cambios en la circulación oceánica no matan de golpe, sino que erosionan lo vivible.
En 2025, lo que parecía lejano en las predicciones de Vacca ya tiene rostro: megaciudades asfixiadas por su propia infraestructura, sequías que desplazan poblaciones enteras, sistemas informáticos colapsando por saturación y dependencia, democracias tensadas por el miedo a lo que viene. No es el futuro, es el presente. La “nueva Edad Media” ya no es una metáfora especulativa, sino una atmósfera palpable: zonas donde el Estado se retira, comunidades que se autoorganizan, saberes tradicionales que resurgen ante el agotamiento de la técnica. La crisis ya no es un dato que se mide: es una forma de vida que se experimenta. Y en esta hora, más que predicciones, necesitamos lucidez crítica y coraje ético.