Pablo Cabañas Díaz
El arte colonial en México constituye uno de los legados más ricos y complejos del virreinato de la Nueva España. Pinturas religiosas, esculturas, retablos, platería y objetos litúrgicos creados entre los siglos XVI y XIX representan una fusión de técnicas europeas e identidades indígenas, testimonio invaluable de la historia cultural del país. Sin embargo, desde hace décadas, este patrimonio ha sido víctima de un fenómeno preocupante: el robo y tráfico ilícito de arte sacro y colonial.
El robo de arte colonial en México no es un fenómeno reciente. Desde el siglo XIX, muchas piezas comenzaron a salir del país en medio de conflictos políticos, como la Guerra de Independencia o la Revolución Mexicana. No obstante, en las últimas décadas del siglo XX y principios del XXI, este delito ha tomado dimensiones alarmantes. Iglesias rurales, especialmente en estados como Oaxaca, Puebla, Hidalgo y Chiapas, han sido despojadas de sus obras artísticas por bandas organizadas que operan con conocimiento del valor artístico y económico de las piezas.
La falta de inventarios actualizados y la escasa seguridad en muchos templos han facilitado estos robos. Las piezas sustraídas, muchas veces pequeñas esculturas o pinturas de santos, son vendidas en el mercado negro del arte y pueden terminar en colecciones privadas o subastas internacionales. La dificultad para rastrear su origen agrava la posibilidad de su recuperación.
El arte robado de México ha sido encontrado en galerías, museos y casas de subastas en Estados Unidos y Europa. A menudo, estas instituciones adquieren obras sin verificar de manera rigurosa su procedencia, lo que permite la legalización indirecta de piezas obtenidas de manera ilícita. Aunque existen convenios internacionales como la Convención de la UNESCO de 1970, que prohíbe el tráfico de bienes culturales, su aplicación sigue siendo limitada y enfrenta retos legales y diplomáticos.
Más allá de la pérdida material, el robo de arte colonial tiene profundas implicaciones culturales y espirituales. Muchas de estas obras no solo tienen un valor histórico o artístico, sino que son parte del patrimonio vivo de las comunidades. Son objetos de devoción, símbolos de identidad y memoria colectiva. Su desaparición representa una fractura en el tejido cultural de las regiones afectadas.
En los últimos años, el gobierno mexicano ha intensificado sus esfuerzos para combatir el tráfico ilícito de bienes culturales. La Secretaría de Cultura y el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) han trabajado en la creación de bases de datos, campañas de concientización y recuperación de piezas. Además, se han logrado repatriaciones importantes gracias a la cooperación internacional.
El robo de arte colonial en México es un atentado contra la memoria y la identidad cultural del país. La lucha por preservar este patrimonio no debe limitarse a las autoridades, sino que requiere del compromiso de la sociedad civil, de las comunidades custodias de las obras y de una comunidad internacional más responsable en la adquisición de arte. Solo así será posible frenar este expolio silencioso y garantizar que las generaciones futuras puedan acceder, conocer y valorar este legado único.