MIGUEL ÁNGEL FERRER
Una regla básica de la ciencia económica establece que nadie puede gastar más de lo que gana. Pero sí puede gastar menos de lo que gana. Si éste es el caso, la persona que así procede va generando un ahorro, un superávit en sus finanzas personales.
En la vida real suman millones y millones los individuos que se encuentran en esta situación. A la suma de todos esos ahorros o superávits individuales se le puede denominar ahorro social o superávit social.
En este superávit social se encuentra la posibilidad de que millones de personas puedan incurrir en déficit, es decir, en deuda. Es obvio que sin la existencia de superávits no podría haber déficits.
Pero el superávit de algunos no se convierte graciosamente en el déficit de otros. Este traslado tiene un precio llamado interés. Normalmente quien pide prestado es porque no tiene suficiente para cubrir la totalidad de sus gastos. Y si no tiene para cubrir sus gastos, menos tendrá para cubrir el interés del préstamo adquirido.
De modo que pedir prestado significa hacer más grande el hoyo de la precariedad, el agujero de la pobreza. Pero esto que es de una obviedad monumental suele ser olvidado o soslayado por millones y millones de personas alrededor del mundo.
A este olvido contribuyen los deseos insatisfechos, las ofertas de créditos blandos, la persuasión que ejercen los poseedores de superávits. Así que son dos las reglas de oro de una economía sana: el ahorro, es decir, la generación de un superávit propio, y el rechazo al endeudamiento.
Vale la pena recordar que la catástrofe económica vivida en México en 1994 se ensañó principalmente en aquellos individuos que tenían deudas. Un cambio en las condiciones económicas prevalecientes, señaladamente el aumento de la tasa de interés, hizo impagables aquellas deudas y ocasionó la ruina total de los deudores.
Los individuos que en ese aciago año no tenían deudas salieron indemnes del cataclismo. Es cierto que la crisis de la deuda produjo cierres de fábricas y que ello aumentó el desempleo y, consecuentemente, mayores dificultades para pagar deudas y formar ahorros.
Pero esto no quita la esencia del asunto: quien no tenía deudas al momento del crack, sufrió menos, mucho menos, las consecuencias de aquella inenarrable tragedia social que, 30 años después y gracias a las maniobras fraudulentas del doctor Zedillo, dolorosamente se siguen pagando.