Fernando Irala
El fin de semana se dio a conocer el veredicto del panel de expertos que en el marco del Tratado Comercial de México con Estados Unidos y Canadá, el TMEC, dictaminaron la demanda norteamericana por la prohibición de importar maíz trasgénico a nuestro país desde la nación vecina.
El sentido de la resolución, desfavorable para México, estaba claro de antemano y no fue ninguna sorpresa.
La historia comenzó, podrá recordarse, cuando el entonces Presidente Andrés Manuel López Obrador, publicó en febrero de 2023 un decreto para prohibir el uso del glifosato, el plaguicida de mayor uso en la agricultura, y el maíz genéticamente modificado para el consumo humano.
Ambos casos son polémicos y no están resueltos, en el tema del maíz transgénico, sus promotores defienden el potencial productivo y baratura de las nuevas especies, en tanto quienes se oponen alegan que ponen en peligro a las variedades nativas, atentan contra la biodiversidad y pueden causar daños a la salud de los consumidores.
Hay además, un componente ideológico y simbólico, al considerarse la mexicana una cultura basada en el maíz, lo que llevado al extremo se sintetiza en la consigna rimada: sin maíz no hay país. Se toca, pues, un punto sensible para las corrientes de nacionalismo.
Lo cierto es que quienes se sintieron más afectados por el decreto fueron los productores y comercializadores de Estados Unidos, donde se cultivan de manera preponderamente maíces modificados, y a quienes les compramos millones de toneladas del grano, porque hace muchos años que México dejó de ser autosuficiente en la producción de esa planta que tanto orgullo nacional nos produce.
El decreto tuvo una falla de origen, se publicó –muy en el estilo de la 4T– sin decir “agua va”, sin comunicarlo previamente a nuestros socios comerciales, Estados Unidos y Canadá, para que sus gobiernos alegaran en defensa de sus intereses.
El resultado fue muy simple, Estados Unidos nos demandó y nos acaba de ganar la demanda.
Si se hubiesen seguido los protocolos, nuestros socios comerciales hubieran tenido que sustentar la bondad y la inocuidad de los cereales trasgénicos. A la inversa, como ocurrió, es México el que debe evidenciar los daños argüidos a la salud humana y a la naturaleza.
Las pruebas en este sentido existen, pero no tienen aún contundencia ni suficiente soporte científico, y perdimos.
Ahora, el gobierno de Claudia Sheinbaum ha anunciado que de todas maneras persistirá en la prohibición interna de los cultivos trasgénicos, lo cual ahondará el conflicto al interior del TMEC.
Si a ello se le suma que Donald Trump quiere revisar el Tratado, y los canadienses han dejado ver que quieren a México fuera del acuerdo, las cosas se pueden poner muy complicadas.
Es evidente que necesitaremos algo más que el estribillo de “Sin maíz no hay país” para sortear la situación.