La república de los pobres

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Federico Berrueto

La condición humana hace pensar que es más fácil optar por lo que se quiere que por la realidad, especialmente si es adversa. Es más reconfortante, cómodo y sencillo pensar que las cosas son como uno quisiera y no como son. Eso ocurre en lo individual, en lo colectivo y en lo social. El sentido de responsabilidad y advertir las perniciosas consecuencias de vivir en la ilusión obliga a conceder que la realidad debe ser punto de partida. Habrá lugar para lo deseable, motivación para el esfuerzo y la superación, pero siempre por el estrecho e incierto camino de lo plausible. Para el éxito no hay coartadas.

Ocurre con un presidente más próximo a la religiosidad que a la política, que parte de verdades reveladas, las que no dejan espacio a la realidad. Lo mismo acontece con una buena parte de los mexicanos; mejor vivir en la gratificante fantasía que en la difícil realidad. La prédica presidencial es tan poderosa, que su aceptación puede sobreponerse a los malos resultados de su gestión, a las recurrentes falsedades, a la falta de empatía, al abuso del poder y a los recurrentes descuidos mayores. Ya se ha dicho, el santuario del régimen es el reino de las intenciones que, al parecer, para no pocos es suficiente.

La verdad sobre la situación de país se vuelve elusiva y en ello hay una forma de complicidad social. No sólo la de quienes en la precariedad de su circunstancia no tienen otra que acogerse a la ayuda monetaria y a la idea promovida por el presidente de que pobreza es virtud. La complicidad mayor viene de variados frentes; dentro del mismo gobierno por aquellos que incumplen su compromiso de lealtad, de actuar con verdad ante el mismo mandatario al decir las cosas tal cual son. Más despreciables son aquellos que por oportunismo, por los beneficios que obtienen o por miedo a perderlos optan por el silencio y el arrebato aplaudidor, caso de muchas de nuestras élites.

Algunos creen que nuestros tiempos serán consignados como los del fracaso de un hombre bien intencionado que no pudo, no supo o no quiso hacer de mejor manera las cosas para tornar lo que existe más próximo a lo que se quiere. Se equivocan al menos por dos razones. La primera, porque la medida de los hombres en condiciones de poder son los resultados, no las intenciones. La segunda, el desastre actual no es responsabilidad de uno, varios o muchos; de una o de otra forma, es de todos, incluso de aquellos que, por condición formal, su función es oponerse o resistirse.

A algunos en el espectro de la política y de la ideología de izquierda les sorprende el que sus pares de proyecto en el gobierno o en la representación política se hagan partícipes de la vena antidemocrática del régimen. La razón es que puede más el interés que los viejos anhelos o aspiraciones. La devastación de la institucionalidad democrática en curso y la militarización arrolladora de la vida pública son condena con la que habrán de convivir y que por el momento se vuelven rehenes del deseo de tener la razón o, al menos, participar de los beneficios de estar en el poder.

Afortunadamente, son cada vez más los que advierten la magnitud del desastre acumulado. La manipuladora prédica moral del presidente día a día pierde poder de engaño, incluso entre quienes reciben los beneficios monetarios de los programas gubernamentales. El deterioro de la red social de salud y la penosa situación del sistema educativo conspira contra el sentido de bienestar y el anhelo de superación a la que todo padre aspira para sus hijas e hijos. Los beneficios crecientes a las personas de la tercera edad, justos y convenientes se minimizan ante la ausencia de las instituciones públicas que atienden su bienestar.

Pero el régimen de los pobres quiere pobres porque es su convicción que allí están sus condiciones de existencia y continuidad. Las palabras del presidente son inequívocas y solo confirman los hechos del gobierno. Ahora se entiende la ética de la mediocridad que acompaña al régimen. La preparación, la dignidad del trabajo, el esfuerzo privado y la aspiración a mejorar son afrenta y más que eso, amenaza. Las clases medias, y el oprobio del aspiracionismo, los intelectuales, los educados y los medios estorban y además no son confiables por la sencilla razón de que van a contrapelo de lo que se pretende.

La república de los pobres es el resultado, es la herencia de esta generación de gobernantes por dejarse llevar por lo que se quiere y no por lo que se debe.

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