sábado, diciembre 21, 2024

OTRAS INQUISICIONES: Anécdotas del poder

Pablo Cabañas Díaz
En momentos de convulsión social, de inestabilidad política, de violencia armada, como sucedió en  el México de inicios del  siglo XX el “menos malo” de los destinos al que podía aspirar un político, caudillo civil o militar, presidente o dictador, caído en desgracia era el exilio -cuando menos conservaba la vida. Muchos hombres sintieron en carne propia la soledad del exilio y la cara oculta del poder: la indiferencia -que en cierto modo también era una forma de morir.
Plutarco Elías Calles no fue la excepción,  José Vasconcelos tampoco. Quizá el exilio era el único vínculo que podía unirlos, considerando que eran hombres social, cultural y políticamente antagónicos. Hoy todavía  es motivo de polémica la figura de Calles, por lo resulta interesante recordar como el exilio fue la única oportunidad para que estos dos hombres, que habiendo sido acérrimos enemigos en la arena política, y despojados de todo poder, pudieran olvidar sus diferencias.
En diciembre de 1929 José Vasconcelos tuvo que recurrir al autoexilio tras haber sido víctima del primer fraude electoral con que el partido oficial (PNR-PRM-PRI) inauguraba su vocación alquimista.
Calles, despertó en Vasconcelos la temprana vocación por una opción política muy mexicana, el exilio. La derrota del 29 no solo confirmó esa vocación, también lo llevó a una conclusión irrebatible: en su cercanía con el poder desde 1910, había ocupado el lugar equivocado. Las cifras lo demostraban; al cruzar la frontera hacia Estados Unidos en diciembre de 1929, Vasconcelos partía al exilio por quinta vez.
El exilio voluntario supone la existencia de una alternativa más que lógica: no realizarlo. Vasconcelos tenía la opción de desistir, pero tan grande era su aversión hacia el poder que representaba Calles, “el Jefe Máximo”, que no contempló la opción de permanecer en México y ser cómplice, reconociendo a un gobierno –el de Ortiz Rubio– surgido de la ilegalidad.
Desde su renuncia como Secretario de Educación Pública en 1924, Vasconcelos había manifestado su oposición en contra de la corrupción política de los sonorenses y sus críticas más severas iban dirigidas contra el Turco: “el furor de Calles era el del verdugo que pega desde la impunidad, siempre a mansalva”. De hecho, uno de los motivos de su renuncia al gabinete de Obregón -no expuesto en ella-, fue la imposición que el “manco” pretendía hacer nombrando a Calles su “heredero” en la silla presidencial.
Años más tarde, entre 1927 y 1928, –por coincidencia, desde el exilio–, Vasconcelos escribió cualquier cantidad de críticas contra Calles y en todos los tonos: “lo más repugnante del obregonismo es el callismo”; “ni vale Calles más que un gendarme”; “…prefiero a los obregonistas: después de todo Obregón es sanguinario pero Calles facineroso”; “lo antipatriótico es estar sirviendo a asesinos analfabetos como Calles””.
Ante todos los ataques, la respuesta de Calles siempre la misma: el silencio. Con excepción de su exacerbado sentimiento antirreligioso –que le costó muy caro–, Calles tenía una virtud básica para gobernar: ecuanimidad. Todas las invectivas en contra de su gobierno y de su persona –la Plutarco, por ejemplo– fueron aceptadas sin respuesta. Vasconcelos pudo hablar pestes del régimen callista y del Maximato, de la manera de gobernar, de la corrupción del sistema, de la represión; del gobierno dictatorial del sonorense. Escribió lo que quiso, algunas veces asistido por la razón de los hechos, otras, mal aconsejado por la amargura de la derrota.
Vasconcelos salió del país como un fugitivo. Derrotado física y moralmente, llevaba consigo la seguridad de que el único responsable de su fracaso electoral era Calles y su mayor decepción la apatía del pueblo mexicano: no había respondido –como no respondió a Madero en 1913– al llamado de la democracia. “México no tenía salvación”. Era el más doloroso de sus exilios.

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