jueves, abril 18, 2024

LA COSTUMBRE DEL PODER: Progreso y violencia

Gregorio Ortega Molina

*Vivimos, sí, una época de progreso, pero éste es disruptivo. La primera de sus consecuencias es la creciente violencia, que se ha diversificado y especializado

 

Con mayor frecuencia escucho y leo que el mundo jamás ha progresado tanto como ahora, que la violencia es menor y menos cruenta que nunca. ¿Es un aserto válido, o es la propaganda de la globalización para que la aceptemos sin chistar?

¿Pueden establecerse mediciones analíticas y comparativas de ambos temas, entre el Renacimiento y el siglo XXI? Son dos épocas distantes, con obsesiones y objetivos diferentes: de la necesidad de conocimiento y sabiduría bíblica, de entender al ser humano y explicarnos a las diversas divinidades, nada queda porque toda inquietud por alcanzar esas cualidades que nos hacen humanos, fue desplazada por la agenda económica de los satisfactores a priori. Si no posees, primero eres un don nadie, después dejas de existir y ni siquiera eres sujeto de interés por parte del buró de crédito.

     ¿Qué entendieron por progreso los que modificaron el curso de la historia durante el Renacimiento, y los actuales científicos y técnicos que se empecinan en facilitarnos la vida? ¿Puede vivirse sin aspiraciones de cultura, sin afecto, respeto, amor y alteridad, sin satisfacer la necesidad de una realización como ser humano a través del quehacer cotidiano y profesional, del conocimiento acumulado en la herencia genética, de entender nuestro lugar en el mundo y la posibilidad de una trascendencia de la razón o del espíritu o del alma?

Me argumentarán que al conocimiento tenían acceso muy pocos. ¿Y al billete, a la vida digna?

El progreso hoy es un gran promotor de violencia, primero por las insatisfacciones artificiales creadas para favorecer el comercio por el sistema de publicidad: eres lo que no tienes; en segundo término, por el rencor social que se transforma en sedimento para una acción a futuro, permanece agazapado como parte de los usos y costumbres, de los hábitos civilizatorios, de esa globalización triunfante que cubre al peor de los populismos, porque de otra manera no puede uno explicarse la vida de Donald Trump, o la de Bashar al-Ásad, dedicadas a la sevicia más sofisticada.

Si en el Renacimiento la idea de inmortalidad perteneció al mundo espiritual, hoy es una preocupación fundamental de la investigación médica y de los laboratorios. La medicina genética permitirá crear órganos sobre pedido, habrá piezas de recambio y a los seres humanos los tratarán como automóviles, para las piezas grandes, o como a procesadores, cuando de un “chip” se trate. Pero ese progreso es restringido, para unos cuantos, de ninguna manera es un avance universal, como en su momento lo fueron las vacunas o la penicilina. No es la Revolución Industrial con su fábrica de pobres, como la narró Charles Dickens; no, es la trascendencia de la eugenesia a una selección natural determinada por la posibilidad, o no, de alimentarse y acceder a la salud.

     Vivimos, sí, una época de progreso, pero éste es disruptivo. La primera de sus consecuencias es la creciente violencia, que se ha diversificado y especializado.

¿A qué me refiero? Nada hay más violento que morir por hambre -la diferencia entre número de habitantes durante el Renacimiento y hoy muestra a las claras que actualmente perecen por esa razón muchos más seres humanos-, o porque se carece de recursos económicos para un medicamento, o porque saliste a la calle en el momento equivocado, o porque nunca podrás beneficiarte de un trasplante, de una extremidad mecatrónica.

La violencia de hoy va más allá de la razón, del entendimiento. La Shoa parece un juego de niños con lo que puede verse en Llantos de Siria. Las fosas clandestinas, el número de desaparecidos y el abuso de fuerza de quienes debieran preservar nuestros derechos constitucionales, nos dicen cuál es el número de muertes con el que desayunamos y nos esforzamos en vivir, sin que se nuble el entendimiento y se encoja el corazón.

¿Nunca un progreso como el de hoy? ¿Para cuántos? Esa absurda afirmación me recuerda lo escrito por Bernard Minier: “Palabras y más palabras, y cada vez menos verdad: eso es el mundo hoy en día”.

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